La botella de los sueños

Una persona, una familia, una empresa, una nación, sea el ente que sea, persigue los iconos que mejor reflejen su identidad, lo que se es o lo que se aspira ser. Y cuando no se encuentran esos iconos alrededor, se fabrican y forjan. Sé que no hay comparación posible entre una figura inanimada y la fe en mi Dios y en la Chinita que tanto amo, pero sin rayar en el fetichismo, todos (absolutamente TODOS) necesitamos de aquellos elementos espirituales, humanos o materiales que justifiquen nuestra filosofía, creencias, valores e ideales. Tener esos símbolos, y la habilidad para comunicarlos, haciendo saber a la gente de dónde venimos para que pueda entender hacia dónde vamos y porqué, es lo que conocemos como Storytelling: "El acto de contar una Historia, y el arte de saber contarla bien". Sin un Storytelling sincero, creíble y emotivo, la Marca no pasaría de ser un insípido logo en una fachada, una desalmada máquina de hacer dinero, un continente sin contenido.

En el mundo publicitario, dudo que alguna agencia tenga tantas representaciones icónicas como Leo Burnett. Una de ellas es el lápiz negro, del cual el pensamiento de su fundador nos dice: "Las grandes ideas siempre vienen de los grandes lápices". Y el hecho de que ese lápiz no tenga goma de borrar, nos invita a perder el miedo de equivocarnos. Burnett prefería los lápices gruesos porque el lápiz amarillo corriente es "demasiado flaco para agarrarlo con firmeza, demasiado frágil para sentirlo, escribe con línea tímida y débil... No vibra con fuerza y poesía".

Otra alegoría glorificada por esta gran empresa está bellamente expresada en su propio emblema: una mano extendida hacia las estrellas, que ejemplifica la búsqueda infinita de la creatividad, pero además refleja gráficamente aquella frase de Burnett: “Extiende tu mano hacia las estrellas, quizás no logres alcanzar ninguna, pero tus pies estarán lejos del barro”.

Sin embargo, de tantas cosas de la cultura burnettiana, la que más me inspira y conmueve es la historia que marca el propio nacimiento de la agencia. Leo Burnett abrió sus puertas en 1935, cuando las consecuencias de la Gran Depresión seguían golpeando a la economía norteamericana; en ese entonces varios allegados y periodistas le vaticinaron a su líder que, bajo tan penosas condiciones, la nueva empresa tardaría poco en quebrar y él acabaría como muchos ejecutivos desempleados de la época, vendiendo manzanas en las esquinas de Chicago. Burnett desafió los malos augurios respondiendo audazmente: “Yo no voy a vender manzanas, yo las voy a regalar”. Y desde ese momento hasta el sol de hoy, en cualquier ciudad del planeta donde se encuentre una oficina de Leo Burnett, siempre habrá en la recepción un tazón o una canasta llena de manzanas para que los visitantes tomen la que deseen.

Así como Leo Burnett, muchas agencias se han hecho colosales gracias a que han crecido sobre sólidos pilares conceptuales, morales y afectivos, que bien pueden ser lápices, manos, manzanas, o simplemente el recuerdo imperecedero y la guía paternal de un David Ogilvy, un Bill Bernbach o un Carlos Eduardo Frías. 

Después de haber renunciado al segundo empleo que tuve desde que me gradué de Licenciado (estadía durante la cual sólo podía dedicar las mañanas y una que otra madrugada a mi “ensayo” de agencia), decidí entregar todos mis días, mis noches, mi esfuerzo y mis pocos recursos a desarrollar un modelo empresarial propio, recogiendo por supuesto las virtudes y errores de las dos agencias para las cuales laboré.

En el transcurso de ese “renacimiento”, pintando, limpiando, removiendo cajas y haciendo espacio para el nuevo mobiliario con el que convertí mi habitación en una oficina creativa, encontré un objeto que tuve varios años olvidadísimo pero que había guardado por una razón muy especial: Una botella azul, que cualquier venezolano al verla sabe que es de cerveza Solera Light de Polar (esa y la Polar Ice son mis preferidas). Sí, ya sé que algunos de mis lectores, al ver la foto que ilustra este artículo, están pensando que pretendo imitar lo de las manzanas de Leo Burnett pero cambiándolas por cervezas. ¿Se imaginan que lograra abrir sucursales en varios países, y que en la recepción siempre haya una cava full de cervezas bien friítas pa’ regalárselas a los clientes y visitantes? ¡Malo no es! Además de agregar que la cerveza tiene una connotación rumbera, porque siempre tenemos que celebrar cada vez que amarremos una nueva cuenta, o cada vez que lancemos una campaña bien vergataria y de muy alto presupuesto.

Pero enseguida paso a echarles el verdadero cuento de esa botella: Uno de esos mediodías de 2005, transcurría mi séptimo semestre en LUZ. La última clase de la mañana duraba hasta las 11.40, y justo a esa hora comenzaba a amontonarse la gente en la mini-terminal de Humanidades para esperar las vans. El pasaje apenas costaba 500 bolívares (50 céntimos de ahora), y era una de mis pocas opciones porque no tenía ni dinero ni boletos de Pasaje Estudiantil para tomar rutas públicas. Por el mismo síndrome de estudiantis incobritus, cuando me bajaba de la van en el Km. 4 de la Carretera a Perijá (punto conocido simplemente como “El 4”), me salía caminar más o menos un par de kilómetros hasta mi anterior residencia en la calle 21 del barrio Sierra Maestra. Bajo aquel inmisericorde sol de Maracaibo, con la franela empapada de sudor, con la marcha firme de mis pies, ansiando con todas mis fuerzas llegar a mi hogar para saciar mi hambre y mi sed, quizás con la alegría de llevarle a mi mamá el 20 que saqué en un examen, o preocupado por terminar pronto una monografía que debía entregar al día siguiente, en alguna acera de la calle 18, me encontré con una botella polvorienta y semienterrada en el arcilloso suelo. Me atrajo su color azul, la metí en mi morral, y al llegar a mi casa le quité las etiquetas plateadas y la esterilicé.

El simbolismo del relato no es haber recogido la botella en sí, sino que, encontrándome en ese momento de mi vida, un carajito estudiante de 20 años, con los bolsillos vacíos pero los sueños llenos, pensé ese día: “Voy a guardar esta botella, y no volveré a verla hasta que tenga mi propio escritorio en mi propia oficina”, trabajando duro para mostrar a miles de personas y empresas que son la mejor marca del mundo, y alentándolos a que se lo crean sacando a flote todo lo más sublime de sí mismos.

Lo que me recuerda esa botella cada vez que la veo sobre mi actual escritorio, es todo lo que he pasado para llegar a lo que tengo y lo que quiero tener, sin perder jamás la humildad y la nobleza de corazón por muy arriba que esté. Eso y otras cosas son parte de lo que me mantiene vivo y luchando, como el amor con el que mi mamá y mi papá supieron llenar mi "saquito vacío" (así mi progenitora se refiere a los niños). Como el ejemplo de trabajo y hogar que nos dejó una inmigrante española que arribó a Venezuela con mi madre en brazos, sin dinero y sin conocer a nadie en estas tierras, mi abuelita María, sobre cuya tumba juré que mi alma no verá paz hasta hacer valer mi nombre, dejando huellas que impacten positivamente en muchas otras historias.

Ser fiel a los orígenes de tu ayer, honrando con amor aquello que te ha hecho lo que eres hoy, es el combustible más potente que llevará a tu marca hacia su gran mañana. ¡Date a Valer!

Comentarios

  1. Impresionante el relato, está bien construido o, lo que es lo mismo, bien escrito. Informa, ofrece una historia y, lo más importante, conmueve. Deberías dedicarte a escribir a guiones para cine. Saludos.

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  2. Hermosa y alentadora historia...
    Felicidades, el mundo es de los que se deciden a actuar y tú, ya llevas la mitad ganada...

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