De buena fe para todo



En semanas recientes, tuve un extraordinario honor que pocos coterráneos alcanzan y valoran en su justa medida: Conocer en persona al No. 11 de los Chicago White Sox, el único venezolano con una placa en el Salón de la Fama de las Grandes Ligas.

Nuestro Luis Aparicio, además de su muy zuliana jodedera con los chistes, me hizo énfasis en una estricta condición impuesta por el jurado de Cooperstown: "Vi jugadores que dentro del campo rompieron todos los récords, pero fuera de él llevaban una vida muy desastrosa. Sólo por eso les negaron el ingreso". 

En el mundo deportivo, es quizás donde más incoherencias e inconsistencias suelen cometer las marcas personales. Sabemos que muchos atletas tienen orígenes muy humildes, y más que esos orígenes por sí mismos, lo que enriquece su storytelling (historia de valor) es la manera como vencieron sus carencias y lograron sitiarse donde hoy están. 

No obstante, esas carencias materiales traen consigo carencias educativas y éticas. Y a las marcas que sufren eso, les pasa como al bambú cuando no se riega: Crecen muy alto y rápido, hasta que sus raíces poco profundas no aguantan el peso y el bambú se viene abajo. 

Algunas marcas suelen irse muy a los extremos: Unas durmiéndose en los laureles mientras creen ya tener el mandado hecho. Otras confundiendo la gloria con avaricia al ambicionar nuevas conquistas sin escrúpulo alguno. 

Los escándalos personales, familiares, legales o fiscales, han arruinado o empañado la carrera a más de una reconocida marca. Cierto, la vida de cada quién es peo de cada quién, pero cuando decides ser una marca con alta exposición pública, asumes la responsabilidad de ser un ejemplo para quienes te siguen. 

¿De qué le sirvieron todos los trofeos a Tiger Woods, si le montó cacho parejo a su esposa? ¿Para qué unas pulseras tan bonitas con mensajes de coraje frente al cáncer, si sólo pudiste correr más rápido a punta de veneno? ¿A qué psicópata, por muy conmovedora que sea su victoria sobre una discapacidad, se le ocurre matar a su novia que quería darle una sorpresa del Día de los Enamorados, confundiéndola con un malandro que se le estaba metiendo en la casa durante la madrugada? 

Bien lo dijo Mahatma Gandhi: "No se puede hacer el bien en un espacio de la vida, mientras se hace el mal en los demás espacios. La vida es un todo indivisible". Y yo diría que "La Marca es un todo indivisible". 

De igual modo, hacer un ridículo tipo Miley Cyrus como única forma de llamar la atención, es una forma muy mediocre de hacer Branding. Aquella funesta consigna "que hablen bien o que hablen mal, pero que hablen", es un boomerang que más temprano que tarde se devuelve. Como siempre digo: poner en orden nuestro interior para mostrar una cara perfecta al exterior, es la razón de ser de cualquier estrategia de Marca. El objetivo: que lo que la gente diga, piense y sienta acerca de nosotros, sea exactamente lo que somos y lo que queremos proyectar. 

La ética del Branding pasa por mantener una sincronía entre nuestro "Saber Hacer" y nuestro "Hacer Saber". No es solo decir lo que somos, sino además ser lo que decimos, y viceversa.  Ser buenos y no demostrarlo, es como la gallina que pone un huevo y no lo cacarea. ¡Para el mundo nunca lo puso! Pero decir que somos buenos y no serlo en la práctica, es vender un cascarón vacío, puro y vil engaño. 

David Ogilvy, mi ídolo publicitario, escribió entre sus inmortales frases: "¿A usted le gusta que le mientan a su esposa? ¡No le mienta a la mía, por favor!". El consumidor no es ningún pendejo, de hecho puedes ser tú mismo. Y lo mínimo que merece es el mismo respeto que le exigimos por nuestro trabajo. 

No nos conformemos con ser buenos abogados, médicos, ingenieros, músicos, atletas o comunicadores. Busquemos la excelencia como padres, esposos, hijos, ciudadanos, cristianos (o de la religión que cada uno profese). Recordemos que nuestra Marca no es la única que estamos construyendo; también formamos parte de una más grande, que se llama Venezuela. ¡Date a Valer!

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